—¡Nones! No ha nacido el idealista de segunda mesa que me ponga la mano encima. Pero, ¿á qué viene esto? ¿Qué crueldad es esta? ¿Por qué me persigues?
—Porque Sócrates al morir me encargó que sacrificara un gallo á Esculapio, en acción de gracias porque le daba la salud verdadera, librándole por la muerte, de todos los males.
—¿Dijo Sócrates todo eso?
—No; dijo que debíamos un gallo á Esculapio.
—De modo que lo demás te lo figuras tú.
—¿Y qué otro sentido, pueden tener esas palabras?
—El más benéfico. El que no cueste sangre ni cueste errores. Matarme á mi para contentar á un dios, en que Sócrates no creía, es ofender á Sócrates, insultar á los Dioses verdaderos... y hacerme á mi, que si existo, y soy inocente, un daño inconmensurable; pues no sabemos ni todo el dolor ni todo el perjuicio que puede haber en la misteriosa muerte.
—Pues Sócrates y Zeus quieren tu sacrificio.
—Repara que Sócrates habló con ironía, con la ironía serena y sin hiel del genio. Su alma grande podía, sin peligro, divertirse con el juego sublime de imaginar armónicos la razón y los ensueños populares. Sócrates, y todos los creadores de vida nueva espiritual, hablan por símbolos, son retóricos, cuando, familiarizados con el misterio, respetando en él lo inefable, le dan figura poética en formas. El amor divino de lo absoluto tiene ese modo de besar su alma. Pero, repara cuando dejan este juego