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A poco se presentó el amo, gorra en mano, y haciendo reverencias.

—¡Oh, D. Romualdo! Cuánta honra... después de siglos...

—Perdona, Benito; pero si vengo por aquí de tarde en tarde es... porque... ya sabes que todo esto me revienta. Si tuvieras tienda de juguetes no faltaría una tarde... de las pocas que el condenado mal me deja salir de casa. Pero estas porquerías (y señalaba á los cacharros de los anaqueles) me repugnan... ¡Qué farsa! ¡Los médicos! ¡Mal rayo! Cada receta un pecado mortal...

D. Benito y los suyos sonrieron; no osaron contradecir al D. Romualdo, que parecía un muerto muy bien vestido.

Por la conversación que siguió, fué Bernardo enterándose de cosas que le vino muy bien saber.

D. Romualdo era el primer ricachón del pueblo, protector illo tempore de D. Benito; enfermo crónico, desesperado, sin resignación, furioso, con un achaque por cada millón, inútil para curar sus males. Muchos años hacía, también aquel millonario había creído, como el jornalero Bernardo, en el misterioso prestigio de la medicina infalible, en el don de salud de la receta cara; con vanidad, con orgullo, casi contento con tener que poner á prueba el poder mágico del dinero, creyendo que hasta alcanzaba á dar vida, energía, buenas carnes y buen humor, el Fúcar aquel había derrochado miles y miles en toda clase de locuras y lujos terapéuticos; conocía mejor, y por cara experiencia, las termas