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Mucho, mucho se estimaban Alvarez y Pérez, á quienes llamaremos así por guardarles el secreto, ya que ellos nada de lo sucedido quisieron que se supiera en la fonda.

Tanto se estimaban, y tan prudentes y verdaderamente sabios eran, que depuestos, como era natural, todas las rencillas y odios que les habían separado mientras no se conocían, no sólo se trataron en adelante con el mayor respeto y mutua consideración, sin disputarse cosa alguna..., sino que, al día siguiente de su gran descubrimiento, concidieron una vez más en el propósito de dejar cuanto antes las aguas y volverse por donde habían venido. Y, en efecto, aquella misma tarde Gilledo tomó el tren ascendente, hacia el sur, y Fonseca el descendente, hacia el norte.

Y no se volvieron á ver en la vida.

Y cada cual se fué pensando para su coleto que había tenido la prudencia de un Marco Aurelio, cortando por lo sano y separándose cuanto antes del otro. Porque ¡oh miseria de las cosas humanas! la pueril, material antipatía que el amigo desconocido le había inspirado... no había llegado á desaparecer después del infructuoso reconocimiento.

El personaje ideal, pero de carne y hueso, que ambos se habían forjado cuando se odiaban y despreciaban sin conocerse, era el que subsistía; el amigo real, pero invisible, de la correspondencia y de la teoría común, quedaba desvanecido... Para Fonseca el Gilledo que había visto seguía siendo el aborrecido archivero; y para Gilledo, Fonseca, el odioso boticario.