seducía cien gallinas en cinco minutos, sin tanta filosofía.
«Pero buena cosa es, iba pensando el gallo, mientras corría y se disponía á volar, lo que pudiera, si el peligro arreciaba; buena cosa es que estos sabios que aborrezco se han de empeñar en tenerme por suyo, contra todas las leyes naturales, que ellos debieran conocer. Bonito fuera que después de librarme de la inaguantable esclavitud en que me tenía Gorgias, cayera inmediatamente en poder de este pobre diablo, pensador de segunda mano y mucho menos divertido que el parlanchín de mi amo.»
Corría el gallo y le iba á los alcances el filósofo. Cuando ya iba á echarle mano, el gallo batió las alas, y, dígase de un vuelo, dígase de un brinco, se puso, por esfuerzo supremo del pánico, encima de la cabeza de una estatua que representaba nada menos que Atenea.
—¡Oh, gallo irreverente!—gritó el filósofo, ya fanático inquisitorial, y perdónese el anacronismo.—Y acallando con un sofisma pseudo-piadoso los gritos de la honrada conciencia natural que le decía: «no robes ese gallo,» pensó: «Ahora sí que, por el sacrilegio, mereces la muerte. Serás mío, irás al sacrificio.»
Y el filósofo se ponía de puntillas; se estiraba cuanto podía, daba saltos cortos, ridículos; pero todo en vano.
—¡Oh, filósofo idealista, de imitación!—dijo el gallo en griego digno del mismo Gorgias;—no te molestes, no volarás ni lo que vuela un gallo. ¿Qué?