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ciaba ó fingía despreciar á la multitud insípida y que miraba con rencor y desfachatez al canónigo que presidía la mesa.

La antipatía, el odio se puede decir, que mutuamente se profesaban los sabios incógnitos crecía tanto de día en día, que los disimulados testigos de su malquerencia llegaron á temer que el sainete acabara en tragedia, y aquellos respetables y misteriosos vejetes se fueran á las manos.



Llegó un día crítico. Por casualidad, en el mismo tren se marcharon el canónigo, el bañista que ocupaba la habitación tan apetecida, y el coronel que dejaba libre el rincón más apartado del piano. Terrible conflicto. Se descubrió que el amo del establecimiento había ofrecido la sucesión de D. Sindulfo, y la habitación más cómoda, á Pérez primero, y después á Alvarez.

Pérez tenía el derecho de prioridad, sin duda; pero Alvarez... era un carácter. ¡Solemne momento! Los dos, temblando de ira, echaron mano al respal-