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Y no era eso lo peor: lo peor era que coincidían en gustos, en preferencias que les hacían muchas veces incompatibles.

No cabían los dos en el balneario. Alvarez se iba al corredor en cuanto el pianista la emprendía con la Rapsodia húngara... Y allí se encontraba á Pérez, que huía también de Listz adulterado. En el gabinete de lectura nadie leía el Times... más que el archivero, y justamente á las horas en que él, Alvarez el falso, quería enterarse de la política extranjera en el único periódico de la casa que no le parecía despreciable.

«El archivero sabe inglés. ¡Pedante!»

A las seis de la mañana, en punto, Alvarez salía de su cuarto con la mayor reserva, para despachar las más viles faenas con que su naturaleza animal pagaba tributo á la ley más baja y prosaica... ¡Y Pérez, obstruccionista odioso, tenía, por lo visto, la misma costumbre, y buscaba el mismo lugar con igual secreto... y ¡aquello no podía aguantarse!

No gustaba Alvarez de tomar el fresco en los jardines ramplones del establecimiento, sino que buscaba la soledad de un prado de fresca hierba, y en cuesta muy pina, que había á espaldas de la casa... Pues allá, en lo más alto del prado, á la sombra de su manzano... se encontraba todas las tardes á Pérez, que no soñaba con que estaba estorbando.

Ni Pérez ni Alvarez abandonaban el sitio; se sentaban muy cerca uno de otro, sin hablarse, mirándose de soslayo con rayos y centellas.