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Para el cacique de la Matiella, diputado por juro de heredad, la naturaleza, es decir, el campo, no era más que un marco para hacer resaltar el lujo de verano.

A sus ojos, mucho más tenían que admirar las porquerías de escayola con que él había adornado la quinta, que el Sueve y Peña Mayor, que él confundía vilmente.

Sí; la naturaleza era un buen marco para sus vanidades veraniegas... pero había que pulirlo, dorarlo... echarle arena y cal hidráulica. La arena era su manía. Aborrecía los senderos en que se vé la tierra que se pisa. Senda sin arena, para Morales era vergonzosa desnudez. Le encantaba también el pérfido engaño del cemento que parece piedra, y oportune atque inoportune, el cacique interrumpía la vida lozana de aquellos verdores con obras de cal hidráulica.



Otro adorno de sus dominios era... el clero rural; los párrocos, coadjutores, ecónomos y capellanes sueltos de aquellos contornos.

Morales, naturalmente, creía en Dios, ó mejor, en la necesidad de inventarlo; un Dios personal, por