por municipios, por barrios, por calles, por casas, por familias. Y cada raza se votaba á sí propia, y nada más, y cada nación lo mismo, y cada provincia igual; y así hasta llegar al seno de la familia... donde cada cual quería la inmortalidad para sí mismo. Todo fué inútil. En último resultado, cada hombre tuvo un voto: el suyo.
—¡Hay que recurrir á la lotería!—declaró el Congreso de las naciones.
—¡Esa es la fija! ¡A quién Dios se la dé!...—gritó á coro el infinito vulgo.
—¡Inútil!—interrumpieron los pocos hombres sinceros que había en la tierra.
—Inútil la lotería... porque ese premio gordo no se le entregará al agraciado: la humanidad faltará á su palabra: no sufrirá nadie la operación para que se salve un afortunado...
—¡Verdad! ¡Verdad!—reconoció el mundo.—Nadie padecerá martirio por dar á otro la vida inmortal segura, visible, palpable.
—No se piense más en ello; ha sido un sueño. ¡O yo, ó nadie!—declaró cada cual.
Y entonces el tribunal de derecho, que había condenado á don Atanasio, exigió la ejecución de la sentencia.
—Como no ha habido tal descubrimiento, pues no hay modo de llevarlo á la práctica, no hay nada de lo dicho, señor mío...—dijo la autoridad.
Y dieron garrote al inventor de la inmortalidad.
Y los hombres siguieron siendo mortales por la