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inmortal, pues don Atanasio, por pura distracción, se había dejado parir en España.

Y aparecieron mil candidatos. ¡Don Alfonso! ¡Don Carlos! ¡Cánovas! ¡Guerrita! ¡Irún! ¡Pablo Cruz!

—Señores,—dijo Ferreras desde El Correo;—de no ser Sagasta, que casi nos lo había prometido... que sea... el mismo don Atanasio... el inventor.

—¡De ningún modo!—protestó el tribunal de derecho.—Don Atanasio está condenado á muerte y la inmortalidad sería demasiado indulto.

Algunos hombres sinceros que había esparcidos por el mundo, uno aquí y otro en Pekin, se hicieron oir.

—Seamos francos,—decían;—un bien tan grande, tan impensado, tan incalculable como la inmortalidad nadie lo quiere para otro, nadie quiere sacrificarse, sufrir esa terrible operación, gastar su hacienda... para conseguir el tormento de morir sabiendo que pudo ser inmortal. Llegado el instante de la operación salvadora... nadie se dejaría operar para inmortalizar á otro.

¡Es verdad, pensó la humanidad en silencio!

Algunos hipócritas sacaron á relucir el sofisma paradógico de que el mayor suplicio sería una vida sin fin...

Ahora que se tocaba su posibilidad nadie creía eso; la sed de la vida inmortal se apoderó de todos; se suspendieron los suicidios, callaron los pesimistas, los místicos no pedían la muerte.

—¡A votar! ¡A votar!—gritó el mundo entero.

Se votó por razas, por naciones, por provincias,