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una atrocidad: es decir, por ahora. Que me dejen ensayar mi descubrimiento, y después que hagan de mí lo que quieran.

—Pero ¿qué ha descubierto usted?—preguntó el verdugo, que empezaba á temer que aquello fuese una treta.

—¡Pues nada, hijo; he descubierto la inmortalidad del hombre! Pero no la inmortalidad del alma, no; la del cuerpo y el alma juntos; vamos, que he encontrado lo que perdió Adán. ¡Claro! La otra fórmula... era floja, insuficiente; me faltaba... lo del pentóxido de fósforo, y no había pensado en la forma cristalina de la betaméthylnaftalina, y en cambio había metido el ácido amidosulfónico donde no toca pito. ¡Pero, señor, cómo me había yo olvidado de las propiedades cristalográficas de los dos estereoisomeros ácidos alfa-methyl-beta-clorocrotónico, del ácido alfa-dicloro-sigma-dimethylsuccinico! ¡Ve usted qué cabeza la mía... señor... justicia mayor!

El verdugo se dijo:—«Vaya, se ha vuelto loco de miedo.»

Y no sabía qué hacer, si matarlo ó dejarlo. Pero intervino el público, la fuerza, la autoridad, y de explicación en explicación se llegó á telegrafiar al gobierno, consultando lo que se hacia con aquel hombre que juraba haber descubierto la inmortalidad de la vida... mortal, ó ci devant mortal, como diría un corresponsal de París.

El gobierno accedió á lo que don Atanasio pedía; á saber, que le oyera una junta de sabios, y que si no les convencía de que era infalible su descubri-