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el frasco sobre las hembras viles que así robaban á la humanidad la dicha asegurada.—No hubo más que eso: no soy criminal nato, ni estoy loco, ni me coje ninguna eximente ni atenuante; y en cambio deben de cojerme por el medio varias agravantes. Con que al palo. Pero que no me den matraca con juicios orales y pamplinas. Tengo más que hacer que defenderme. Voy á pasar los pocos días que me dejen de vida discurriendo, á ver si vuelvo á dar con la fórmula que asegura tantos años de existencia al ser humano. Y dicho y hecho. Don Atanasio no volvió á pensar en otra cosa. Ni se acordaba de haber asistido al juicio, ni de haber oído la sentencia, ni de haber estado en capilla.

Cuando le sentaron y sintió en la garganta el frío del corbatín de hierro, se estremeció... y en vez de ver las estrellas, vió en el aire, de repente, con los ojos de la imaginación... una fórmula; pero otra, otra mucho mejor, ¡qué fórmula!



—¡Ya la encontré! ¡Albricias, señores!—gritó adelantándose hacia el público por el tablado adelante.—Que no me maten de ninguna manera; sería