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hablar con esta gente. Se les puede prometer todo, casas de aluminio, la jornada de ocho horas, bistecs para almorzar. Si les habla usted en un tono convincente, le creerán. Le juro a usted que en un cuarto de hora podría yo salir bien de la escena más tumultuosa...

Y acordándose de los detalles de aquella revuelta de mujeres, Kvachnin se instaló riendo en su coche. A los tres minutos, el tren abandonaba la estación. Los cocheros recibieron orden de ir inmediatamente al Barranco Verde, pues, según el programa, se regresaría en coche, a la luz de las antorchas.

La conducta de Nina turbó a Bobrov. La esperaba en la estación con gran impaciencia. Sus dudas respecto a ella se habían disipado y creía firmemente en su próxima dicha. Era tan feliz que todo le parecía bello a su alrededor; los hombres eran honrados y buenos, la vida alegre y llena de interés. Pensando en la cita convenida con Nina, se esforzaba por figurarse todos los detalles. Preparaba frases llenas de ternura, de pasión y de elocuencia, y después se burlaba él mismo de aquellos ingenuos preparativos. ¿A qué romperse la cabeza? En el momento oportuno, las palabras acudirán por sí solas, más bellas y más tiernas aún que las que pudiera preparar de antemano. Recordaba una poesía que había leído en no sé qué revista y en la que el poeta decía a su amada que no se harían juramentos solemnes, que serían insultos para su amor ardiente y confiado.