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agradable. El Barranco Verde, donde iba a tener lugar la merienda, se hallaba a unos doce kilómetros, por un camino muy bello. El tiempo, desde hacía una semana, era magnífico y se podía tener la seguridad de que no cambiaría en todo el día.

Había cerca de noventa invitados. Formando grupos animados, se juntaban en el andén de la estación, llenando el aire de sus exclamaciones y risas. Se oía, además de la lengua rusa, frases francesas, alemanas, polacas. Los ingenieros belgas llevaban aparatos fotográficos. Ignorábanse los detalles de la merienda, pero se hablaba de algo extraordinario, y todo el mundo estaba intrigado. Sveyevsky, con aire misterioso y grave, aludía con frecuencia a las sorpresas que aguardaban a los concurrentes, pero se negaba a entrar en detalles.

La primera sorpresa fué el tren especial que había ordenado formar Kvachnin. Precisamente a las cinco, salió del depósito una locomotora nueva americana, de diez metros de larga. Las señoras no pudieron contener los gritos de admiración y de alegría: la enorme máquina estaba cubierta de banderas y flores. Las guirnaldas verdes, las hojas de encina, mezclábanse con ramos de campanillas, gardenias y claveles, rodeaban en espiral el cuerpo de acero de la locomotora, trepaban por la chimenea y caían sobre la cabina del maquinista. Los cobres y los aceros de la máquina brillaban al sol poniente de otoño, entre las hojas verdes y las flores. Después de la