las lágrimas en los ojos, exclamó apasionadamente:
—¡Oh, Nina! ¡Si supiera usted cómo la amo!
Ella hizo como que no había oído aquella confesión inesperada. Acortó el paso de su caballo y preguntó:
—¡Entonces! ¿Vendrá usted, no es eso?
—¡Oh, sí, iré!
—Muy bien. Se lo agradezco. Ahora esperemos a mi acompañante, y hasta la vista. Tengo que volver a casa.
Al estrechar su mano, antes de separarse de ella, Bobrov sintió a través del guante el calor delicioso de aquella manita, que le respondía con un apretón fuerte y prolongado. Los hermosos ojos negros de Nina le dirigieron como despedida una mirada amorosa.
IX
El miércoles, desde las cuatro, la estación aparecía invadida por los invitados a la merienda.
Todo el mundo estaba alegre y gozosamente agitado. La venida de Kvachnin a la fábrica no había ocasionado esta vez ninguno de los disgustos y generales trastornos que todos habían pronosticado. El temor de que Kvachnin castigase al personal y despidiese a determinados ingenieros se había desvanecido; en cambio, ahora, se susurraba que dentro de poco iban a aumentar el sueldo a todos los empleados.
Por otra parte, la excursión prometía ser muy