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completo. Pero, en cambio, Sveyevsky, que no había visitado a la familia Zinenko más de dos o tres veces, era al presente un huésped diario.

Nadie le había llamado; había ido él mismo, como respondiendo a una invitación misteriosa, y desde el primer día se hizo muy útil y aun indispensable para todos los miembros de la familia.

Con este motivo, se contaba una anécdota. Hacía algunos meses, Sveyevsky, hallándose entre sus colegas, dijo que el sueño de su vida era hacerse algún día millonario, y que estaba seguro de serlo hacia los cuarenta años.

—¿Y por qué medio?—le preguntaron.

Con una risita de contento, y frotándose las manos con satisfacción, contestó:

—¡Por todas partes se va a Roma!

Ahora creía llegadó el momento favorable para avanzar en su carrera. De un modo o de otro, podría hacerse útil a Kvachnin el omnipotente, y, con una desvergüenza ilimitada, se convirtió en su lacayo. Le manifestaba su servilismo con los gestos y las miradas, y estaba dispuesto a todo por ganar el favor del amo.

El otro aceptaba sus servicios. Severo para los subordinados, a quienes despedía sin contemplaciones cuando estaba de mal humor, toleraba la presencia de Sveyevsky, aun despreciándole francamente. Sveyevsky comprendió pronto que Kvachnin se quería servir de él y aguardaba su hora.