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que había entre Kvachnin y los Zinenko, y todo el mundo esperaba, con placer impaciente, un escándalo pintoresco. Había una parte de verdad en las murmuraciones de la gente. Después de la primera visita que Kvachnin hizo a los Zinenko, empezó a pasar allí todas las veladas. Por la mañana, hacia las once, llegaba a casa de los Zinenko el hermoso carruaje de Kvachnin, tirado por tres magníficos caballos grises; el cochero transmitía a la familia una invitación de su amo, para que fueran a almorzar con él. Nadie más recibía invitaciones para aquellos almuerzos. Los manjares estaban preparados por un cocinero francés, que acompañaba a Kvachnin en todos sus viajes, incluso cuando iba al extranjero.

Las atenciones de Kvachnin hacia sus nuevos conocidos diferían del tono corriente y trivial.

Trataba a las cinco muchachas sin miramientos, con la familiaridad de un viejo pariente solterón y frívolo. A los tres días, las llamaba por el diminutivo de sus nombres, añadiendo el patronímico: Schura Grigorievna, Ninachka Grigorievna, etcétera. A la más pequeña, Kasia, la cogía frecuentemente por la barbilla y la hacía rabiar, llamándola "bebé" y "mi polluelo", lo que la ruborizaba, hasta hacerla derramar lágrimas. Pero la niña no se atrevía a protestar.

La señora Zinenko, con alegre coquetería, le reprochaba amistosamente que con sus mimos pervertía a las niñas. En efecto, bastaba que una de las muchachas expresara un deseo cualquiera, pa-