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Anduvieron algunos pasos en silencio. El rostro del doctor adquirió de pronto una expresión de cólera, y dijo con voz severa:

—Sí, el arte bienhechor... Y, sin embargo, las barracas de los obreros están construídas con madera podrida. El número de enfermos aumenta cada día. Los niños mueren como moscas. ¡Y estas son las semillas de la civilización! Estamos expuestos a una epidemia de tifoidea...

— De veras? ¿Hay ya algún caso? Eso sería horrible, sobre todo, dadas las condiciones antihigiénicas de los locales...

El doctor se detuvo, presa de una cólera loca.

—¡Ah, qué terribles condiciones! La muerte hará una buena cosecha. Ayer llevaron al hospital a dos enfermos. Uno de ellos ha muerto y el otro morirá, no cabe duda. Y no tenemos ni medicamentos, ni sitio bastante, ni ayudantes... ¡Qué canallas!

Y el doctor amenazó a la fábrica con el puño.

VIII

Las malas lenguas empezaron a charlar. Ya antes de la llegada de Kvachnin se contaban de él una porción de anécdotas pintorescas. Ahora, todo el mundo comprendía las razones de su repentina aproximación a la familia Zinenko. Las señoras murmuraban con sonrisas maliciosas; los hombres, entre sí, llamaban cínicamente a las cosas por su nombre. Pero nadie sabía de cierto lo