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Bobrov bromeaba; pero su voz era extrañamente seria, y su mirada triste y severa. El doctor le miró a hurtadillas. "Es un buen chicopensó, pero es un psicópata..." —Oiga, Andrey Ilich —preguntó separándose del foso, ¿por qué no ha ido usted a comer con esos señores? Hubiera usted podido admirar el jardín de invierno que han puesto en nuestro laboratorio, convertido en comedor. ¡Y qué cubiertos! ¡Una cosa admirable!...

¡Detesto las comidas de los ingenieros!—dijo Bobrov, haciendo una mueca—. Transcurren en gritos, alabanzas y mutuas adulaciones. Y luego vienen los indispensables brindis; emborráchanse los comensales, y los oradores se salpican de vino y ensucian a los que están a su lado. ¡Asqueroso!

—Sí; tiene usted mucha razón—aprobó el doctor. No he asistido más que al principio de la comida, pero me ha bastado. Kvachnin está magnífico. ¡Había que oír el discurso que ha pronunciado ese canalla! "Señores, la misión del ingeniero es elevada y está llena de responsabilidades.

Las vías férreas, los altos hornos y las minas traen al país las semillas de la instrucción, las flores de la civilización y los frutos..." ¡A fe mía, ya no me acuerdo cuáles son los frutos que los ingenieros dan al país! ¡Dios mío, qué supercanalla! "Unámonos, pues, señores, y mantengamos alta la bandera de nuestro arte bienhechor..." Naturalmente, se le ha contestado con una tempestad de aplausos.