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lo así, el corazón de la fábrica, que nutre de sangre a todo el organismo.

Y les arrastró más bien que les condujo al departamento de las calderas de vapor. Pero el corazón de la fábrica—una docena de calderas cilíndricas de diez metros de largo y tres de alto cada una—apenas si hizo impresión en los cansados ánimos de los accionistas. Sus pensamientos giraban desde hacía largo rato alrededor de la comida que les estaba esperando; se guardaban muy bien de hacer preguntas, para no provocar nuevas explicaciones, y se limitaban a contestar con movimientos de cabeza a todo cuanto decía Chelkovnikov. Cuando éste hubo terminado, lanzaron un suspiro de consuelo, y muy sinceramente, con un gran placer, le estrecharon la mano.

Salieron todos. Sólo Bobrov permaneció en aquel departamento. De pie, en el extremo de un profundo foso sombrío, donde estaban los hornillos, seguía con los ojos el penoso trabajo de seis obreros desnudos hasta la cintura. Tenían que echar carbón, día y noche, por las bocas de los hornillos. A cada momento se abrían ruidosamente las redondas coberteras que tapaban los hornillos, y entonces podía verse la llama blanca, que rugía en el interior. Los cuerpos medio desnudos de los obreros, quemados por el fuego, negros por el polvo de carbón, se inclinaban para echar el pasto a aquellos monstruos. Sus manos, nerviosas y hábiles, alzaban una pala llena de carbón y la lanzaban rápidamente por la aber-