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lindros y demás partes de las máquinas se movían hacia adelante; si volvía la manivela hacia atrás, ese simple movimiento bastaba a invertir la dirección del movimiento de las máquinas.

Cuando salía el riel rojo, cogíalo una enorme sierra redonda que, con un silbido penetrante, lanzando alrededor un surtidor de chispas doradas, lo cortaba en tres partes iguales.

Después pasaron todos al departamento de ruedas para vagones y locomotoras. Había doscientos o trescientos tornos de todas las dimensiones y de todas las formas; las anchas correas de cuero que movían aquellos tornos bajaban desde el techo, donde estaban enrolladas a una gruesa barra de acero y formaban abajo una densa tela de araña en continuo movimiento. Las ruedas de algunas máquinas giraban a razón de veinte vueltas por segundo; otras, en cambio, andaban tan lentamente que apenas se notaba su movimiento.

El piso estaba como tapizado de virutas de hierro, cobre y acero que formaban bonitas y largas espirales. Los berbiquíes llenaban la atmósfera de un insoportable rechinamiento ensordecedor.

Había también allí una máquina de fabricar tuercas, que parecía una boca provista de enormes mandíbulas de acero, masticando con regularidad el metal. Los obreros hundían en la garganta de la máquina el extremo de una larga barra metálica, enrojecida al fuego; las mandíbulas daban pequeños mordiscos en la barra y escupían las tuercas terminadas. .