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oficio de sacristanes. Del otro lado del foso se hallaban los ingenieros, los contratistas, los empleados de oficinas... un grupo abigarrado de más de doscientas personas. Un poco más lejos, en una elevación del terreno, se colocó un fotógrafo; después de cubrir con un paño negro el aparato y su propia cabeza, se preparaba desde hacía largo tiempo para su operación fotográfica.

A los diez minutos llegó Kvachnin en un coche tirado por tres magníficos caballos grises.

Venía sólo en el coche, que ocupaba por entero, de tal modo que no quedaba sitio para ninguna otra persona: tan grueso era. El coche iba seguido de otros cinco o seis.

Los obreros, por instinto, adivinaron en Kvachnin el personaje más importante de aquella solemnidad, y todos se quitaron inmediatamente las gorras cuando se acercó. Kvachnin descendió del coche, avanzó majestuoso por entre la muchedumbre, y saludó al pope.

¡Alabado sea Dios en todas partes, por los siglos de los siglos!—proclamó el pope, con voz débil e insegura, en medio del silencio general.

—¡Amén!—respondió bastante armoniosamente el coro improvisado.

Los obreros, que estaban allí en número de tres mil, por lo menos, hicieron la señal de la cruz; todos a la vez, como habían saludado a Kvachnin, bajaron ligeramente la cabeza, y en el mismo instante la volvieron a levantar. Bobrov les contemplaba. En las primeras filas estaban los