Página:El dios implacable - Kuprin (1919).pdf/65

Esta página no ha sido corregida
61
 

Chelkovnikov respetuosamente, tratando de dar a su voz un matiz de impasibilidad.

¡Ah, ya recuerdo!—exclamó Kvachnin—. Me han hablado de él en Petersburgo. Sí, sí... Y ahora, puede usted continuar.

Nina, con ese don de adivinación propio de las mujeres, comprendió que era precisamente a ella a quien miraba Kvachnin y que hablaba de ella.

Volvió un poco la cabeza, pero su rostro, rojo de placer, seguía, sin embargo, siendo bien visible para Kvachnin.

Terminado, al fin, el informe, salió a la pequeña plataforma, construída en la extremidad del coche, a manera de pabellón. Bobrov, que era observador, pensó irónicamente qué buena fotografía podría sacarse de aquel momento solemne.

Kvachnin no se daba prisa en descender y sobresalía con su maciza figura por encima de la multitud que le aguardaba. Con sus enormes piernas separadas y la expresión de disgusto de su rostro, parecía un ídolo japonés groseramente labrado. Su inmovilidad fastidiaba visiblemente al público. Las sonrisas, preparadas de antemano, desaparecieron; las miradas se llenaron de veneración, casi de espanto. A ambos lados de la portezuela formaban, como soldados, los empleados de la línea férrea.

Bobrov miró a Nina, que estaba a pocos pasos delante de él, y notó con amargura en su rostro la misma sonrisa devota, la misma veneración de un salvaje que mira a un ídolo. "¿Es posible que