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Chelkovnikov empezó a informarle en tono oficial. Todo iba bien en la fábrica. Sólo se esperaba la llegada del señor Kvachnin para inaugurar el nuevo alto horno y comenzar las construcciones. Los obreros y los capataces estaban ya contratados en buenas condiciones. Los pedidos afluían en tal abundancia, que era necesario acelerar los trabajos.

Kvachnin escuchaba con la cabeza vuelta hacia la ventanilla, mirando con aire distraído la muchedumbre, aglomerada junto al coche. Su rostro no expresaba más que cansancio y disgusto.

De pronto, interrumpió al director con una pregunta inesperada:

—Dígame... aquella joven... ¿quién es?

Chelkovnikov miró por la ventanilla.

—¿No la ve usted?... Aquella... la de la pluma amarilla en el sombrero...—insistió con impaciencia Kvaschnin, indicándosela con el dedo.

—¡Ah! Aquélla?—dijo animándose el director.

E inclinándose al oído de Kvachnin le cuchicheó misteriosamente en francés:

—Es la hija del señor Zinenko, nuestro gerente del depósito.

Kvachnin movió pesadamente la cabeza.

El director continuó su informe, pero el otro le interrumpió de nuevo.

—Zinenko... Zinenko...—dijo sin dejar de mirar por la ventanilla—. Me parece haber oído ya ese nombre...

—Es el gerente de nuestro depósito—repitió