gada—. Espero que me lo diga usted todo. Eso es para mí más grave de lo que usted se cree.
Y, después de estrecharle la mano, se alejó.
A los pocos instantes, el expreso llegó, envuelto en una nube de humo. El ruido que hacía se fué aminorando poco a poco; luego, acortó la marcha, y se detuvo cerca del andén. En la cola traía un largo coche azul. Todos se dirigieron a él. Los empleados abrieron respetuosamente las portezuelas. El jefe de la estación, emocionado, rojo, daba órdenes con cara de espanto. Kvachnin era uno de los principales accionistas de aquella vía férrea, y cuando viajaba por ella, era objeto de múltiples atenciones y de un respeto sin límites.
Chelkovnikov, Andrea y dos ingenieros belgas, que desempeñaban cargos de importancia, entraron en el coche. Los demás se quedaron fuera.
Kvachnin estaba sentado en un sillón, separadas sus enormes piernas, a ambos lados de su abultado abdomen. Por debajo de su sombrero blando salían 'unos cabellos rojos como el fuego.
Su rostro afeitado, de mejillas colgantes y doble barbilla, tenía una expresión de descontento; diríase que había dormido mal. Sus labios apretados hacían un gesto de desdén y disgusto.
A la entrada de los ingenieros, se levantó pesadamente.
¡Buenos días, señores!—dijo con voz ronca, tendiéndoles su mano inflada, que ellos estrecharon respetuosamente. ¿ Qué hay de nuevo por la fábrica ?