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admiraba representando el papel de joven moderna, que tiene necesidad de un apoyo moral, y le gustaba decir a Bobrov cosas agradables.

—Bien sé que usted me cree coqueta. ¡No, no se moleste en negarlo, se lo ruego! Quizá tenga usted razones para creerlo. Así, pues, soy un poco frívola con el señor Muller, me río escuchando su charla. Pero, si usted supiera hasta qué punto me disgusta ese querubín de escaparate? O esos dos estudiantes... Un hombre guapo es desagrable sólo porque él mismo admira su belleza. Podrá usted crerme o no; pero yo siempre experimento más simpatía por los hombres feos.

Bobrov lanzó un suspiro. ¡Ah! No era la primera vez que las mujeres le decían estas frases a modo de consuelo: que no siempre rechazan a los hombres feos.

—Ahora, ¿puedo esperar—dijo con un tono irónico, en el que había mucha amargura—que alguna vez me honre usted también con esa simpatía?

Nina cambió repentinamente.

—No, no; no me ha comprendido usted. Interpreta usted siempre las palabras de un modo extraño. ¿Quiere usted absolutamente que me ponga a echarle flores? ¡Vamos, señor!

Estaba un poco confusa por su desgraciada frase, y para cambiar el tema de la conversación, preguntó en un tono imperioso y un poco frívolo:

—Bueno, ¿qué es lo que me quería usted decir