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ta hizo un movimiento para coger su mano. Los dos paseaban por el extremo desierto del andén.

—Usted no me ha querido comprender nunca, Andrey Ilich—dijo con reproche. Es usted demasiado nervioso e impaciente. Exagera usted todo lo que hay en mí de bueno; pero, en cambio, no quiere usted nunca perdonarme el que sea como soy. Viviendo donde vivo, no puedo ser de otro modo. Si fuera otra, estaría en ridículo; sería una nota discordante en mi familia. Soy demasiado débil, y si he de decir la verdad, demasiado insignificante para luchar por mi independencia.

Voy adonde va todo el mundo, considero las cosas como los que me rodean. Pero no crea usted que no comprendo yo misma mi nulidad. La comprendo muy bien. Con los demás no me pesa...

Pero con usted, ya es otra cosa. Sí, con usted es ya muy otra cosa, porque... porque...

Tuvo un momento de vacilación.

—En fin, eso no tiene importancia. Usted es otro hombre, que no se parece en nada a los que me rodean. Jamás me he encontrado con un hombre como usted...

A ella misma le parecía que hablaba con toda sinceridad. La frescura del aire otoñal, el ruido y el movimento del andén, la emoción de su propia belleza, el placer de sentir sobre su rostro las miradas amorosas de Bobrov... todo esto la electrizaba hasta ese punto en que las naturaleas histéricas mienten por inspiración deliciosa, y, sin embargo, inconscientemente. Ella misma se