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llegada de un maestro severo. Todos manifestaban una gran ansiedad; los rostros adquirieron una expresión grave, las manos investigaron furtivamente si el tocado estaba en orden, los ojos se volvieron hacia el andén. Pronto abandonaron todos la sala de espera, para salir al encuentro del tren.

Bobrov salió también al andén. Las señoritas, abandonadas por sus acompañantes, se agruparon cerca de la puerta, bajo la protección de su madre. Nina, encontrando la mirada de Bobrov, y como adivinando que quería hablarle a solas, dió algunos pasos hacia él.

—¡Buenos días! ¿Cómo está usted hoy tan pálido? ¿Está usted enfermo ?—dijo apretándole la mano con una fuerte y cariñosa presión y fijando en él una mirada acariciadora y seria—. ¿Por qué se marchó usted anoche tan temprano, sin decirme ni siquiera adiós? ¿Está usted enfadado?

—Sí y no—respondió él sonriendo—. No, porque no tengo ningún derecho a enfadarme.

¡Eso sí que es curioso! Todo el mundo tiene derecho a enfadarse, sobre todo sabe que hay quien se interesa por su opinión. ¿Y por qué fué el enfado ?

—Porque... Mire usted, Nina Grigorievna—dijo Bobrov sintiéndose de improviso lleno de valor—.

Ayer, cuando estábamos los dos en la terraza...

¿Se acuerda usted?... He vivido, gracias a usted, muchos momentos inolvidables. Comprendí que si usted quisiera, podría hacerme el hombre más fe-