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Bobrov, fatigado, casi enfermo a consecuencia de la emoción de la noche última, estaba sentado, solo, en un rincón de la sala, fumando sin cesar.

Cuando la familia Zinenko hizo su aparición ruidosa, experimentó un doble sentimiento: por un lado, estaba profundamente avergonzado de la falta de tacto que denotaba en ellas el haber venido; por otro, sentíase feliz viendo a Niná, a quien la marcha rápida había enrojecido el rostro y animado los ojos brillantes, vestida con elegancia, y, como sucedía frecuentemente, mucho más bella de lo que Bobrov se la figuraba en su imaginación. En su corazón enfermo y atormentado se despertó el ardiente deseo de un amor tierno y poético, la sed de caricias afectuosas de la mujer amada.

Acechaba la ocasión de acercarse a Nina; pero ésta, entretenida en alegre charla con dos estudiantes, que bromeaban con ella, reía muy alto, enseñando su hermosos dientes blancos, más coqueta y más fogosa que de costumbre. Sus ojos se encontraron dos o tres veces con los de Bobrov; le pareció al ingeniero que las miradas de la joven le preguntaban algo, con expresión amistosa.

Un prolongado campaneo en el andén anunció que el tren esperado había salido de la estación inmediata. Los ingenieros empezaron a agitarse.

Bobrov, con una sonrisa irónica en los labios, observaba actitud inquieta de aquellos hombres, que se conducían como escolares que aguardan la