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equipo capitalista; él había realizado el plan y lo había conducido hasta su fin. Sus proyectos de construcciones y de explotación eran admirablemente sencillos, y todo el mundo los apreciaba como la última palabra de la ciencia. Poseía todas las lenguas europeas, y su instrucción abarcaba otros dominios que los de su especialidad.

De todos cuantos se hallaban en la estación esperando la llegada de Kvachnin, sólo el señor Andrea, con su figura de tísico y su cara de mono, conservaba su impasibilidad habitual. Llegado el último a la estación, se paseaba tranquilamente por el andén, con las manos en los bolsillos de sus anchos pantalones y con su eterno cigarro en la boca. Sus ojos claros reflejaban la amplia inteligencia de un sabio, la voluntad de hierro de un aventurero. Miraba en derredor con indiferencia.

Nadie se sorprendió de ver llegar a la estación a la familia Zinenko. Desde hacía mucho tiempo se la consideraba como estrechamente ligada a todo lo concerniente a la fábrica. Cuando llegaron las muchachas, llenóse la fría y oscura sala de espera de una animación ficticia y de una risa artificial. En seguida las rodearon los ingenieros jóvenes. Las señoritas se pusieron a la defensiva, sirviéndose de armas usadas y bien conocidas de todos; la superioridad de la mujer, la perfidia del hombre, etc. En medio de la agitación de sus hijas, la señora Zinenko, pequeña, vivaracha, no podía permanecer quieta un segundo y parecía una gallina entre sus polluelos.