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ca. A las once de la mañana estaba allí toda la administración. Sentíase una general inquietud.

El director, Sergey Valerianovich Chelkovnikov,bebía sin cesar agua de Seltz, sacaba a cada instante el reloj y, sin mirarlo, lo volvía de nuevo al bolsillo, automáticamente. Su angustia se revelaba en ese movimiento; su rostro, bien cuidado, de hombre de mundo, conservaba la tranquilidad habitual. No era un secreto para nadie que Chelkovnikov sólo era un director oficial, nominal. En realidad, el verdadero director era el ingeniero belga Andrea, de origen medio polaco, medio sueco. Nadie sabía la situación verdadera de este hombre en la fábrica, pero sí que era omnipotente. Su despacho estaba al lado del de Chelkovnikov y comunicaba con él. Chelkovnikóv no se atrevía nunca a aprobar ningún informe, como no llevase una leve señal de lápiz hecha por el señor Andrea y convenida de antemano entre los dos. En los casos imprevistos en que se le pedía opinión al señor Chelkovnikov, éste fingía estar muy preocupado y decía a su interlocutor:

—Dispénseme, pero no puedo concederle un solo minuto... ¡Tengo tanto que hacer! Tenga la bondad de exponer el asunto al señor Andrea.

Después me informará él de la cuestión.

La Dirección debía mucho al señor Andrea, quien le había prestado servicios considerables.

El había concebido en su conjunto el proyecto grandioso y canallesco de la ruina del primer