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do querían emprender un viaje de la aldea a la ciudad, confesaban y comulgaban y llevaban provisiones suficientes para una expedición polar! Y nosotros, sus nietos, andamos a una velocidad vertiginosa, siempre adelante, ensordecidos por el ruido incesante de las máquinas gigantescas, aturdidos por la carrera loca, con los nervios rotos, los gustos pervertidos, agobiados por mil nuevas enfermedades... ¿Se acuerda usted, doctor?

Esos son los argumentos de usted; no creo que pueda usted negarlos...

El doctor hacía largo rato que quería meter baza. Se aprovechó de la pausa, y dijo:

—Sí, querido, he dicho todo eso y no he cambiado de opinión. Pero, amigo mío, a pesar de todo, hay que adaptarse. De otro modo, sería imposible vivir. Cada oficio tiene sus inconvenientes inevitables. Por ejemplo, nosotros, los médicos... Si creyera usted que en nuestra profesión todo está claro y bien ordenado, como se escribe en los libros, se engañaría usted muchísimo. Fuera de la cirugía, no estamos seguros de nada, absolutamente de nada. Cada día inventamos nuevas drogas, nuevos sistemas, olvidándonos de que entre mil organismos humanos, no hay dos que sean semejantes en la composición de la sangre, en la actividad del corazón, en las cualidades físicas hereditarias, etc., etc. Nos hemos alejado del único camino justo, que es el de los hombres primitivos y los animales, que sabían curarse las enfermedades mejor que los doctores con diploma.