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¡Ah, doctor!—díjo Bobrov haciendo una mueca. Que yo sepa, usted no ha estado en casa de los Zinenko; y, sin embargo, habla usted exactamente lo mismo que ellos. Podría combatir todos sus argumentos con las teorías que usted mismo ha expuesto tantas veces.

— Mis teorías? ¿Cuáles? A fe mía, que no las recuerdo!... He olvidado...

—¿Las ha olvidado usted? Vamos a ver: aquí mismo, en ese diván, usted ha fulminado contra los inventores y los ingenieros que, con sus descubrimientos y sus trabajos aceleran la marcha de la vida en un grado anormal. Les hacía usted responsables de la nerviosidad de nuestra época; decía usted que por culpa de ellos hay en la actualidad, en el siglo XX, tantos neurasténicos, locos, extenuados y suicidas. El telégrafo, el teléfono, los trenes corriendo a ciento treinta kilómetros por hora, decía usted, han reducido las distancias a su más mínima expresión, las han suprimido casi. Esas invenciones, decía usted, han encarecido el tiempo hasta el punto de que muy pronto se convertirá la noche en día y se vivirá una vida doble. Un asunto que antes requería meses enteros, ahora, gracias al telégrafo y al teléfono, se remata fácilmente en unos minutos. Pero ni aun esa velocidad diabólica satisface nuestra impaciencia. Pronto podremos vernos a la distancia de centenares o millares de kilómetros, por medio de un hilo especial. ¡Y pensar que hace poco tiempo, unos cincuenta años quizá, nuestros abuelos, cuan-