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le ha roto la cabeza. "En las riñas vuelan los golpes" dice y no hay que enfadarse con nadie." Bobrov, con su látigo en la mano, se paseaba nervioso por la habitación y escuchaba al doctor distraídamente. El disgusto sentido en casa de los Zinenko no le había pasado aún.

El doctor calló un instante; luego, viendo que Bobrov no estaba dispuesto a sostener la conversación, dijo afectuoso:

—Escuché usted, Andrey Ilich, quiere que durmamos un poco? Con una copita ron, es cosa hecha. Esto le vendrá bien, en el estado en que usted se encuentra... En todo caso, no le hará daño...

Bobrov aceptó. Se acostaron los dos en el mismo cuarto: el dueño, en la cama; el doctor, en el diván. Pero ni uno ni otro podían dormir. Goldberg, oyendo suspirar y revolverse a su amigo, fué el primero en entablar la conversación.

—Pero, ¿qué es lo que le pasa, querido? ¿Por qué se atormenta usted? Diga francamente lo que le ocurre. Será un alivio... Además, yo no soy para usted un conocido de ayer, y si le pregunto, no es por curiosidad...

Estas sencillas palabras conmovieron a Bobrov.

Aunque estaba en relaciones muy amistosas con el doctor, ni uno ni otro jamás se habían dicho una sola palabra de su amistad: ninguno de los dos gustaba de hablar de sus sentimentos. El doctor fué el primero en descubrir su corazón; la