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ros gigantes. "¿Qué es lo que tienes?", le pregunto. "Señor doctor, me he herido en la mano cortando pan. La sangre corre sin parar." Naturalmente, le examiné la mano; nada grave, un arañazo. Ordené a mi ayudante que se vendara.

Pero el otro, vendada ya la mano, no se iba y seguía esperando. "Bueno—le dije—, ya está todo; puedes irte." "Es verdad—me respondió—. Le doy las gracias por haber mandado que me venden la mano, pero quisiera también que me examinara la cabeza; me duele un poco." "¿ Qué es lo que tienes? Te han dado, quizá, algún golpe en la cabeza?" "Eso es—me respondió muy contento. Anteayer, con ocasión la fiesta, yo y mis camaradas bebimos un poco de vodka... quizá barril y medio... y, naturalmente, comenzamos a disputar, y, después, a pegarnos. Uno de mis camaradas me dió un golpe en la cabeza con un pedazo de hierro. Al principio, no me dolía mucho; pero ahora empieza ya a dolerme..." Examiné la herida y quedé horrorizado: el cráneo estaba roto hasta su base; en la herida se podían meter los dedos fácilmente; las esquirlas del hueso penetraban en el cerebro... Ahora se encuentra en el Hospital, sin conocimiento. ¡Es desconcertante esta gente del pueblo! Niños y héroes al mismo tiempo. Palabra de honor: creo que no hay más que el campesino ruso que pueda soportar un golpe como ese; cualquier otro, en su lugar, hubiera muerto inmediatamente. Y además, fíjese usted bien: el herido no guarda ningún rencor al que