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35 ficos. Se escuchaban estas anécdotas ávidamente, con los ojos brillantes.

El corazón de Bobrov se oprimió de pena. No podía respirar en aquella atmósfera. Cogió su sombrero y salió silenciosamente a la calle. Nadie se dió cuenta de su partida.

Cuando, a lomos de su caballo, se dirigía a su casa, recordaba la expresión de los grandes ojos negros de Nina, murmurando: "Trescientos mil rublos!" Y, súbitamente, recordó la anécdota que le había contado aquella mañana Sveyevsky.

—¡Esta es también de las que se venden!—pensó, apretando con cólera los dientes y fustigando furioso a su caballo.

V

Al acercarse a su casa, Bobrov vió que había luz en las ventanas.

"Debe de ser el doctor—se dijo. Probablemente estará tendido en mi diván, esperándome." El doctor Goldberg era la única persona a quien Bobrov podía ver cuando se encontraba de mal humor. La presencia de este hombre tenía la virtud de calmarle.

Quería sinceramente a aquel israelita sereno y despreocupado. Le amaba por su amplia inteligencia, su vivacidad de ingenio, su amor apasionado por las discusiones teóricas. El doctor manifestaba siempre un vivo interés por cualquier problema, y lo discutía con entusiasmo juvenil.