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Hacemos lo que podemos. Ya comprendo muy bien que no habrá recepción capaz de sorprender a un hombre que cobra 300.000 rublos al año.

—¡Trescientos mil! ¡Dios mío!—exclamó Zinenko. Pierde uno la cabeza nada más que de pensar en ello.

—¡Trescientos mil!—suspiró Nina, como un eco.

—Trescientos mil!—clamaron a coro las demás señoritas.

—Sí, y todo ese dinero se lo gasta, hasta el último copec—dijo la señora Zinenko.

Luego, como para responder a los pensamientos íntimos de sus hijas, añadió:

—Está casado, pero se dice que no es feliz con su mujer. Ella no es nada interesante, y no sirve en absoluto para dar a la casa el brillo necesario.

Pueden ustedes decir lo que quieran, pero, a mi juicio, la mujer debe estar a la altura de la posición de su marido.

—Trescientos mil!—repitió otra vez, como en sueños, Nina—. ¡Cuántas cosas se pueden hacer con ese dinero!...

La madre pasó su mano por los cabellos de Nina, acaricándola, y dijo con tono reflexivo:

¡Ese es un marido que te convendría, hija mía!

Aquellos trescientos mil rublos de renta anual habían como electrizado a toda la reunión. Se empezaron a contar anécdotas de la vida de los millonarios, de sus comidas fabulosas, que costaban sumas fantásticas, de bailes y de caballos magní-