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El juego siguió su curso. Con las jóvenes había tres estudiantes que erguían el torso, arqueaban las piernas y adoptaban actitudes académicas, con una mano en el bolsillo de la levita; también estaba el ingeniero Muller, conocido por su belleza, su admirable voz de barítono y su estupidez ilimitada; finalmente, un señor silencioso, vestido de gris, de quien nadie hacía caso.

El juego no estaba muy animado. Los hombres tomaban parte en él, con aire de condescendencia, como las personas mayores en los juegos de los niños; las señoritas cuchicheaban y reían con estrépito.

Las sombras descendían del ciele Tras los tejados de la aldea vecina alzábase la luna roja.

¡Hijas mías, se hace ya tarde! ¡Venid!—gritó desde el comedor la señora Zinenko—. Rogad al señor Muller que nos cante algo.

Un minuto después, casi todos estaban en el comedor.

¡Nos divertíamos mucho!—decían minuciosamente las hijas a la madre—. ¡Nos hemos reído más!...

Nina y Bobrov se habían quedado en la terraza. Ella se sentó en la balaustrada, abrazando con el brazo izquierdo el jarrón en que se apoyaba, en una postura inconscientemente graciosa.

Bobrov se sentó a sus pies, en un banquito, y mirándola a la cara, contemplaba sus bellos rasgos.

¡Ea, cuente usted algo interesante!—ordenó Nina con impaciencia.