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las hermanas, y juraba que no se lo devolvería; entonces las hermanas hacían una gentil mueca de disgusto, cuchicheaban entre sí, reñían al bromista y llenaban la casa con su risa artificial y desagradable. Esto se repetía a diario, en la misma forma, con los mismos gestos y las mismas palabras. Y cuando Bobrov, después de pasar una velada con la familia Zinenko, regresaba a su casa, sentía dolor de cabeza y tenía los nervios excitados.

Vacilaba entre el deseo de ver a Nina, de oprimir entre sus manos la manita siempre cálida de la muchacha, y el disgusto que le causaba todo cuanto veía en aquella casa. A veces, adoptaba la resolución definitiva de pedir a Nina en matrimonio. Comprendía muy bien que con su coquetería provinciana, su frivolidad, su ligereza y su mala educación, Nina iba a convertir su vida en un infierno. Pero no era eso lo que le detenía; faltábale valor para hacerle una declaración amorosa.

Al acercarse a Chepetovka, donde vivían los Zinenko, sabía de antemano todo lo que iba a ver y a oír; hasta se representaba la expresión de los rostros. Primero, cuando distinguieran su caballo a lo lejos, las señoritas, que siempre acechaban la llegada de algún hombre, empezarían a querer adivinar quién podría ser el que se acercaba. Cuando le reconocieran al fin, la que hubiera acertado empezaría a dar palmadas de triunfo, a saltar, a chasear la lengua y a gritar: