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abatido como por la mañana. Además, siempre que iba a casa de los Zinenko, experimentaba una tensión de nervios agradable y una ligera turbación.

La familia Zinenko se componía del padre, la madre y cinco hijas. El padre desempeñaba en la fábrica el cargo de gerente de los depósitos. Aquel gigante perezoso, que tenía las maneras de un apacible hombre de bien, era, en realidad, un gran intrigante, que sabía arreglárselas perfectamente. Pertenecía a esa clase de hombres que, bajo la máscara de franqueza y sinceridad, adulan sin rebozo a sus jefes, denuncian a sus colegas y tratan de canallas a sus subordinados. El señor Zinenko estaba siempre pronto a disputar por cualquier bobada; levantaba la voz y no le permitía a nadie que le interrumpiera. Era muy glotón y gustaba de las canciones ukranianas, que solía tararear con una voz muy quebrada y desagradable. Sin darse cuenta, estaba dominado por su mujer, que era pequeña, enfermiza, de ojillos grises y aire de gran señora.

Las chicas se llamaban Maka, Beta, Chura, Nina y Kasia.

Cada una desempeñaba un cargo especial en la fábrica. Maka, una muchacha de perfil de pez, tenía fama de poseer un carácter angelical. Había pasado de los treinta. Cuando, en visita, se eclipsaba modestamente tras sus hermanas más jóvenes, los padres solían decir a sus contertulios: