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El castigo terminó; Baygusin había recibido los cien vergajazos. Se levantó y empezó a vestirse.

Temblábanle las manos. Precisamente en aquel momento la mirada de Kozlovsky se cruzó con la de Baygusin. El oficial, en un impulso de vergüenza, desvió los ojos.

El cuadro se rompió. Los soldados comenzaron a dispersarse. Los oficiales se dirigieron hacia la salida.

—¡Pues no!—decía a sus compañeros el oficial gordo de cara roja—. ¡No es así como se debe apalear! Entre nosotros, allá en la Escuela Militar, era muy otra cosa. Se mojaban las varas en vinagre para que los golpes picaran... Si ese tártaro hubiera caído en nuestras manos, ya le hubiéramos ajustado las cuentas de otro modo...

Kozlovsky, que había oído estas palabras, sintió de pronto una cólera terrible. Experimentó un deseo irresistible de abofetear a aquel bruto. Con los puños apretados le cortó el paso, y, temblando de indignación, gritó en la cara roja del oficial:

—Cállese usted inmediatamente! Todo lo que está usted diciendo es cobarde, cruel e indigno!...

El otro, muy sorprendido, alzó los hombros y dijo:

—Me parece que no está usted en su temple normal, joven. ¡Déjeme usted en paz!

—¿Cómo?—gritó fuera de sí Kozlovsky—. ¡Si se atreve usted a pronunciar una sola palabra!...

Pero los oficiales, temiendo las consecuencias de la disputa, le arrastraron lejos de su adversario.