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de Baygusin se miraron unos a otros: ninguno quería dar el primer golpe. El suboficial se acercó a ellos y les dijo algo. Entonces, el que estaba a la derecha, contrajo súbitamente su rostro en un gesto de severidad y golpeó fuertemente con su vara el cuerpo del tártaro. Se oyó un golpe sordo y la voz del suboficial: "¡Uno!". Baygusin lanzó un débil grito, como si aquello le hubiera sorprendido. "Dos!", mandó el suboficial.

Le tocaba la vez al soldado de la izquierda. Baygusin lanzó un grito más fuerte y más doloroso.

Kozlovsky miró a los soldados alineados en largas filas regulares. Sus rostros grises, semejantes los unos a los otros, estaban inmóviles, indiferentes, como están siempre las filas de soldados. No se podía leer en aquellos rostros de piedra ni piedad ni curiosidad.

Kozlovsky cerró los ojos. Cada golpe que oía le hacía estremecerse, como si fuera él mismo quien lo recibiera. No podía desviar su pensamiento de aquel pobre tártaro, casi salvaje, que ni siquiera era capaz de comprender que había cometido un delito. Nacido en las libres estepas interminables, desconocía y temía a las gentes entre las cuales se le obligaba a vivir ahora; no comprendía las ordenanzas severas del servicio militar y no podía adaptarse a ellas. Intentó primero fugarse para volver a sus estepas; pero fué cogido y castigado severamente; ahora había robado un par de botas, no dándose cuenta exacta de su delito...