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cuando el ayudante, leyéndola, pronunció su.nombre, se estremeció como si le hubieran dado un golpe en el pecho. Era, precisamente, la parte de la sentencia que hablaba de la confesión arrancada por él. Kozlovsky bajó los ojos; le parecía que todo el mundo, al oír su nombre, le miraba con curiosidad; luego volvió la cabeza con desdén.

Pero nadie, excepto él, había oído al ayudante pronunciar su nombre, porque nadie ponía atención a la lectura de la sentencia.

Al fin, el ayudante terminó de leer —En consideración a todas estas circunstancias, el Tribunal del regimiento condena al soldado Baygusin a recibir cien vergajazos...

El comandante del batallón hizo una seña al médico militar, que estaba oculto detrás de los oficiales. Era un joven muy serio que asistía por vez primera a la aplicación de un castigo corporal. En extremo confuso, al sentir sobre sí centenares de miradas, pálido, temblándole el labio inferior, avanzó hacia el cuadro.

Cuando dijo a Baygusin que se desnudara, éste no comprendió. Entonces se lo explicó por señas, y Baygusin empezó lentamente a desabotonarse el capote y después la guerrera. El doctor, evitando mirarle a los ojos y conservando en su rostro una expresión de espanto, apoyó su oído contra el pecho del soldado y alzó los hombres. El corazón de Baygusin latía muy regularmente; aquel soldadito no parecía turbado ante la idea del casbigo que le esperaba. Decididamente, diríase que