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sos, y volviendo la espalda a Baygusin, que estaba en medio del cuadro, gritó con voz sonora:

—¡Armas al hombro!

Kozlovsky sintió un estremecimiento nervioso.

Desde este momento hasta el fin de la ceremonia, no cesó de temblar con todo su cuerpo como si tuviera fiebre.

El comandante del batallón recorrió las cuatro compañías con una mirada severa, y ordenó a su ayudante:

—Lea usted la sentencia del Tribunal del regimiento!

El ayudante se puso en medio del cuadro y leyó lentamente, recalcando determinadas palabras:

—El Tribunal del regimiento, compuesto por el coronel, los comandante de los batallones, los tenientes...

Leyó, sin darse prisa, los nombres de todos los miembros del Tribunal. En medio del silencio absoluto, su voz clara y recortada sonaba como los martillazos sobre el yunque.

Baygusin permanecía inmóvil e impasible junto a los soldados que le habían conducido, lanzando de vez en cuando miradas indiferentes sobre las largas filas regulares de capotes grises. Se veía bien que no escuchaba la sentencia y que no llegaban a su conciencia las palabras que el ayudante leía. Quizá ni siquiera se daba cuenta exacta de por qué se le castigaba.

Kozlovsky tampoco escuchaba la sentencia, pero