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se movió un poco. Los oficiales se dirigieron hacia sus compañías respectivas, abrochándose los guantes.

En medio de un silencio general se oyeron distintamente los pasos pesados de tres hombres.

Era el tártaro Baygusin, que se acercaba acompañado de dos soldados. Llevaba el mismo capote ancho y largo, cuyas mangas le bajaban hasta las rodillas. La gorra, también demasiado grande, le cubría la cabeza hasta las orejas. Aquel diminuto criminal, tan decaído, producía una dolorosa impresión en medio de los cuatrocientos soldados y sus oficiales.

Kozlovsky experimentó un sentimiento de vergüenza y de malestar, al verle en aquel cuadro severo. A pesar de sus esfuerzos, no pudo hacer nada por salvarle. Se había dirigido, al día siguiente de la confesión de Baygusin, al capitán que manda la compañía; pero sufrió, al dar este paso, un completo desengaño. El capitán, después de oír a Kozlovsky, se sorprendió primero, y después se echó a reir a carcajadas. Kozlovsky se culpaba a sí mismo de haber hecho traición al pobre tártaro, de haberle arrancado la confesión con una provocación hábil.

Oía con odio y repugnancia la charla del oficial gordo, de cara roja, que gustaba de antemano el placer mórbido de ver apalear a Baygusin. Sentía un deseo casi irresistible de abofetear a aquel bruto.

El comandante del batallón avanzó algunos pa-