Página:El dios implacable - Kuprin (1919).pdf/201

Esta página no ha sido corregida
197
 

ron y el cuadro se estrechó. Sólo quedaba entre aquellos cuatro muros humanos una a modo de plazuela, de cuarenta pasos de longitud y otros cuarenta de anchura.

Un poco separado del cuadro, rodeando al comandante del batallón, se hallaba un pequeño grupo de oficiales. Hablaban del soldado Baygusin, en quien en aquel instante iba a ejecutarse la sentencia del Tribunal del regimiento. El que más hablaba de todos era un oficial muy grueso, de faz rojiza que vestía un abrigo muy corto, con el cuello de piel. Los demás oficiales no le querían y evitaban su trato, por que tenía muy mala lengua y estaba siempre dispuesto a dar escándalos.

—Ahora ya no se sabe sacudir con el vergajo como es debido—decía con su gruesa voz, gesticulando mucho—. No ocurría así en la Escuela Militar, hace unos veinte años... Yo no olvidaré jamás aquello... Todos los sábados eran apaleados los cadetes, culpables o no, sin distinción. Exigíalo por decirlo así, la regla de la casa!...

¡Baygusin pescará algo!—dijo el comandante del batallón—. A los soldados no les gustan los ladrones.

Poco después, un ordenanza se acercó al comandante y, habiéndole rendido los honores militares reglamentarios, anunció:

—¡Mi comandante, ya traen al tártaro!

Todo el mundo volvió la cabeza. El cuadro vivo