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Kozlovsky despidió a Baygusin, diciéndole que volviera al día siguiente. Esperaba haber encontrado para entonces una solución cualquiera. Lo mejor sería contárselo todo a algún oficial simpático y solicitar su ayuda en aquel asunto delicado.

Y al meterse, horas después, en la cama, Kozlovsky preguntó a su ordenanza qué castigo tendría que sufrir el tártaro, a juicio suyo.

—¡Por supuesto, será apaleado!—respondió el otro con profunda convicción—, y eso será muy justo, porque no está bien de robarle a un pobre soldado sus únicas botas...

Hacía una mañana clara y fresca de otoño. La hierba, la tierra, los tejados de las casas, todo estaba cubierto de un rocío blancuzco. Los árboles parecían llenos de polvo blanco.

El ancho patio del cuartel, rodeado por los cuatro costados de largas edificaciones de madera, parecía un hormiguero humano. Veíanse por todas partes capotes grises de soldados. En el primer momento, podría creerse que reinaba algún desorden en aquella muchedumbre; pero pronto se dividieron los soldados en cuatro filas regulares, formando un ancho cuadro. Los rezagados corrían apresuradamente a sus puestos, ciñéndose los capotes.

Las cuatro compañías del regimiento avanza-