Página:El dios implacable - Kuprin (1919).pdf/198

Esta página no ha sido corregida
194
 

tu propio interés, ¿comprendes?... ¿Tienes padres?... Un padre ?... ¿Una madre?...

Sin haber obtenido respuesta, Kozlovsky dió algunos paseos por la habitación; después se acercó a la ventana y penetró con la mirada en las tinieblas frías de la noche.

De pronto se estremeció; había oído la voz sorda y casi infantil del tártaro.

—Sí, tengo una madre...

El oficial se volvió rápido. Precisamente, al mirar por la ventana, pensaba él también en su madre, en la viejecita querida, de la que le separaba una distancia de quinientos kilómetros. Se acordaba muy a menudo de ella en aquel país donde no tenía amigos, donde se hablaba mal en ruso y se vivía como entre salvajes. Las cartas de la madre, llenas de ternura, en las que la vieja pedía para su hijito la protección de la Reina de los Cielos, eran tan emocionantes, que cuando Kozlovsky las leía se le llenaban sin querer los ojos de lágrimas ardientes.

Las palabras del tártaro hicieron vibrar una cuerda misteriosa en el corazón de Kozlovsky. Entre él y el soldadito se estableció un lazo tierno e invisible.

Kozlovsky se acercó al tártaro con paso resuelto y le puso las manos sobre los hombros.

—¡Oyeme, querido! Dime toda la verdad. ¿Has sido tú, sí o no, el que ha robado las botas?

Baygusin lanzó un largo suspiro y respondió, como un eco de las últimas palabras: