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ta las rodillas. El soldadito estaba como perdido en aquel capote. Diríase que había pertenecido a su padre o a otra persona mayor. Kozlovsky no podía verle los ojos fijos en el suelo.

—¿Por qué no quieres responder?—preguntó, deteniéndose ante Baygusin.

El tártaro seguía sin contestar.

—¡Vamos a ver! ¿Por qué no dices nada? Se afirma que tú has cogido un par de botas... Quizás no sea verdad, ¿di? Tú no las has cogido, ¿no es eso? ¡Vamos, responde!

El otro guardaba silencio. Kozlovsky siguió paseando.

La noche de otoño entraba por las ventanas, llenando de oscuridad la pequeña habitación. Todo se iba haciendo más sombrío y gris. Los rincones, envueltos ya en tinieblas, no se veían, y Kozlovsky distinguía apenas la cara inmóvil y triste del soldadito. Comprendía muy bien que esta situación podía prolongarse indefinidamente hasta el día siguiente, y el soldado se estaría en su puesto, sin moverse y sin pronunciar una sola palabra. Este pensamiento le impacientaba, aumentando su nerviosidad.

El viejo reloj dió con voz monótona un número infinito de horas.

Kozlovsky sentía una gran lástima de aquel niño, vestido con el ancho capote militar. Sin darse cuenta, estaba algo avergonzado, como sintiéndose culpable de que Baygusin fuera desgraciado, inculto y salvaje. Pensaba con amargura que él