Página:El dios implacable - Kuprin (1919).pdf/195

Esta página no ha sido corregida
191
 

El intérprete se volvió de nuevo hacia el soldado y se puso a hablarle con cierta severidad, mirándole fijamente a los ojos. Baygusin los alzó, pero no respondió. Todas las preguntas que le hacía el intérprete eran vanas.

—No quiero decir nada—informó Kucherbayer.

El oficial se levantó, dió algunos paseos por la habitación y preguntó:

—¿No comprende el ruso? ¿Nada?

—Sí, mi teniente, lo comprende. Hasta sabe hablarle. "Eh, Jarandasch! ¡ Korali minga!" (1)— dijo de pronto el intérprete, dirigiéndose, en buen tártaro, a Baygusin. Pero el otro seguía guardando el más absoluto silencio, mirando con sus pequeños ojos de mono.

—¡No, mi teniente, no quiere hablar!

Se restableció el silencio. Kozlovsky dió algunos paseos por la habitación, y de repente, dirigiéndose al intérprete, le gritó:

—Vete! ¡No te necesito!

El otro obedeció. Sólo ya con el tártaro, Kozlovsky, sin dejar de pasear por la habitación, se puso a meditar. Al pasar por delante del soldado le miraba a hurtadillas, como si quisiese estudiarle. Este defensor de la patria era pequeño y flaco como un muchacho de doce años. Su rostro infantil, moreno, de pómulos salientes, sin barba ni bigote, producía un efecto pintoresco, bajo su gris capote militar, desmesuradamente ancho y con mangas demasiado largas, que le bajaban has(1) ¡Amigo mío, mírame bien!