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¡No, mi teniente!

—Pero entonces... En fin, ¿ qué es lo que sabes de este asunto?

—Verá usted, mi teniente! Cuando todos los soldados se fueron a comer, el soldado Baygusin se quedó en el dormitorio buscando algo. Cuando le pregunté qué hacía allí, me respondió que buscaba su pan.

—Entonces, ¿tú no has visto con tus propios ojos cómo se cometió el robo?

—¡No, mi teniente!

— Había alguien más en el dormitorio?

—No lo sé, mi teniente.

—¿Quizás no haya sido Baygusin el que ha cometido el robo?

—Quizás, mi teniente.

Con éste no tenía Kozlovsky por qué guardar miramientos.

—¡Qué bestia eres!—le dijo.

Después le leyó su declaración. El sargento la escuchó con aire asustado, como si fuera su sentencia de muerte.

—¡Firma ahora!

El sargento, después de largos preparativos, sudando y soplando, sacando la lengua, puso en el papel una serie de jeroglíficos que, en suma, debían constituir su nombre.

Ahora comprendió Kozlovsky que la acusación estaba basada en la declaración del sargento Piskun, la cual era muy vaga y vacilante. El hecho de que se hubiera visto a Baygusin rondar sólo